domingo, 25 de diciembre de 2011

El Árbol de Navidad

Hace ya muchos años, en el siglo VIII, había un monje benedictino que amaba al Señor por encima de todas las cosas. Su nombre era Winfrid, y su amor por Jesucristo era tan grande que deseaba que todo el mundo pudiese disfrutar de Él.
Existía por aquella época toda una zona del centro y norte de Europa que no creían en Jesucristo y se habían entregado a las prácticas de otras creencias religiosas. Aquella extensión de terreno era conocida como la Germania.
Winfrid, empujado por su ardoroso deseo de llevar al Señor a todos los confines de la tierra, emprendió su marcha hasta lo que hoy conocemos como Alemania.  Allí estuvo meses y meses intentando evangelizar pero todo aquello que intentaba resultaba inútil. Nadie le hacía caso, pero él no desesperaba y sus deseos de transmitir la fe en vez de disminuir, iban creciendo.
Atento siempre a todo lo que le rodeaba, Winfrid descubrió un detalle en las gentes de aquellas tierras que le abrió el camino de la sabiduría y el entendimiento. Los habitantes de aquel lugar tenían por costumbre acudir a un bosque cercano a realizar oraciones a sus dioses. El Espíritu Santo iluminó a Winfrid y le mostró el nuevo camino evangelizador que debía tomar.
Reunió a los aldeanos en el bosque donde solían rezar y les dijo: “Vuestros dioses son como vuestros árboles (encinas, hayas, etc.) que caducan. Hoy están con vosotros pero mañana mueren y ya no os acompañan. No son eternos, al igual que aquellos a los que llamáis vuestros dioses. Yo voy a plantar aquí este abeto que recuerda a mi Dios. Jesucristo es como este árbol que no caduca, que no muere. Una vez que lo plantas, se queda contigo para siempre. Así es Dios verdadero, el que no nos abandona nunca.”
A este lúcido discurso añadió: “Y vamos a poner estas velas (nuestras actuales luces) porque sólo Jesucristo es el que nos puede dar luz, el que puede alumbrar nuestro camino.”
Todavía no había terminado: “Y también le vamos a añadir estas manzanas (nuestras actuales bolas de colores) porque Cristo crucificado carga con nuestros pecados, carga con los pecados de los hombres.
Y aquel abeto, con sus velas y manzanas, se quedó en ese bosque para siempre. Todos aquellos que pasaban por delante no podían olvidar las palabras del benedictino: “Jesucristo está siempre contigo, te ilumina, te salva de tus pecados, te ama con locura” Así, muchos, tras esa contemplación, se convirtieron al Señor y entraron a formar parte de los hijos de la Iglesia.
Aquel monje consiguió ser instrumento de Dios, vehículo de salvación para los hombres. Hoy nosotros le conocemos con el nombre de San Bonifacio.
 

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